domingo, 25 de noviembre de 2012

VALSE MACABRE, op27

Autora Hope.



Preludio: Lost in Memories, C minor




Las quiméricas sombras de la estancia, se semejaban a unas que vio hace mucho tiempo. Tuvo la satírica sensación de ser iluminada por la oscuridad. Era viernes. En pocas horas la bruna ciudad de la que se rodeaba se encendería con la fuerza de Helios, pero luego, se volvería a apagar.

―Eso no tiene sentido― Escucho decir a una voz áspera y efímera, como el viento que pasa a través de los grises rascacielos de la polis.

― A nadie le importa ― Respondió―. No es como si la gente hiciera cosas con sentido últimamente, es más, nunca lo han hecho. Los humanos siempre han creado premisas sin sentido para regir su existencia, como el trabajo o las artes.

Entonó su monólogo con voz grave, solemne y con la característica intensidad del que quiere convencer. Tanto así que posiblemente hubiese cambiado de parecer a su interlocutor con una inusitada facilidad si no fuera por su rápida desaparición.

Aun luego de eso, permaneció impasible, buscando un sitio para sus brazos. No se preguntó por el repentino eclipse de su evanescente acompañante; en cambio, allí, recostada en su diván con claros afanes freudianos, recordó la historia de la raptada Proserpina; decían que ella se trenzaba el cabello, dorado como los rayos de sol y que su traje siempre traía las mejores flores de la primavera. “Ella debía sufrir mucho en el Tártaro”, pensaba ella cuando era pequeña.

Un hombre de cabello largo e igual a los secos atardeceres de agosto, le contó, hace mucho, como la pobre doncella olorosa a flores, fue raptada por su tío y llevada a los infiernos. Extrañaba mucho a su maestro. Tardes de verano, los pájaros cantando, los niños afuera, practicando actividades en el, para ella desconocido, aire libre; y ella escuchando maravillosas historias que el peli-otoñal músico relataba mientras afinaba cada una de las cuerdas, esas que tiempo después se convirtieron en su maldición. ¿Quién lo hubiese pensado? De seguro, ella no. Nunca lo creyó tan insensato, o más bien, sensato.

Unos imaginarios hilos la levantaron de su sillón. El sonido de sus pasos sobre claves de sol no se escuchó por la estrambótica confusión de la ciudad despertante. Al tiempo que se acercaba a la ventana del recibidor, grande y opaca, hizo una nota mental sobre la importancia de limpiar.

Al acercarse un poco a la ventana, se dio cuenta que sería imposible ver algo si no la abría. Lo hizo. Muchos autos habían comenzado a moverse por la vieja autopista que se deslizaba al frente del viejo edificio de apartamentos en el que vivía desde hace tanto. Los sonidos de la ciudad la ensordecían, uno de los tantos sacrificios de vivir en el corazón del monstruo. Hombres y mujeres buscándose el pan de cada día, vestidos con elegantes trajes de lino, perfectamente contratables con el roído pijama de algodón que ella usaba.

Pasó horas en la ventana, observando a la arrobadora nada, enmarcada en un cielo mal pintado y en una multitud de mortales que pasaban.

El sol alumbraba grácilmente todo la ciudad. En el verano, los niños no estudian. Se pasan el día empachados de sol y playa. Y en los danzantes, frondosos árboles ya se oían las bemoles risas infantiles de la ociosidad.

Ella tampoco estudiaba ya, pero nunca le había gustado la playa, o el sol. Le gustaba recordar aquellos días en los que arpegiaba con su hermano. No tenían veranos, helados o brisas, pero el agudo sonido del arco era suficiente. Una idílica vida en una pequeña casa de campo.

Su bote navegó en el mar de multitudes hasta encallar en una cara conocida. Entonces, al mismo tiempo que recitaba de memoria una de las tantas escalas que aprendió tiempo atrás, recordó la cara del amable anciano de la orquesta, con ojos pequeños y profundos y cabello canoso, igual que un silencio de blanca. Él siempre tenía su batuta a mano “puede que mientras vaya en el subterráneo alguien necesite que lo dirija” decía.

Era la única persona de la vieja orquesta que seguía visitándola. Siempre se preguntó porque nunca pasó en chelista que tanto le coqueteaba.

Saltó del sitio donde se había acurrucado y se preparó para recibir a su Júpiter. Pisó un trino y se maldijo por no haber limpiado cuando pudo. Su visita en ese momento debía estar usando el viejo ascensor, uno de esos donde hay que cerrar manualmente una reja lateral. Una de las razones por las que se había decido por ese edificio.

Sonó el timbre del apartamento, adecuado con la melodía del “Carnaval de Venecia” pero en un tono mucho más agudo que el original de violín, casi chillón, que con el tiempo había tomado un ritmo polvoriento. Ella ya estaba aferrada al ojo de la puerta, y abrió la puerta más rápido que una semifusa.

En pocas corcheas, viejo hombre, aún más pequeño que ella, se ubicó en el diván donde, ella había recordado anteriormente. La joven, en cambio, se sentó en el suelo, rodeada de pentagramas.

El hombrecillo hizo un pequeño ademán con sus manos, fruto de la costumbre. La chica lo miraba atentamente, daba la impresión de esperar una revelación milagrosa. Luego de varios silencios de redonda, se escuchó una voz entonada en sol.

―Señor Director― La puerilidad con la que fue nombrado le hizo temblar. El anciano recordó tiempos pasados, y los pasos de una pequeña niña lista para hacer una audición retumbaron en su cabeza como timbales. Zapatos de charol y encajes.

―Imogene― comenzó a decir con voz solemne, disimulando un vistazo al sucio sitio ―, es hora de olvidar el pasado.

Ella sitió una aguja clavársele en el espinazo, y con una acelerada ansiedad se levantó de su sitio, como si el necio comentario pudiera caer al suelo si ella lo deseara. Su mano comenzó a tener las convulsiones típicas de la ira.

― Si olvido todo, entonces, me veré obligada a vivirlo de nuevo― su voz sonó suave y simple, haciendo ver al asunto como algo obvio y sin remedio.



Movimiento 1: La Fille Aux Cheveux De Lin (Dolente, agitato)


Memorias oscuras en fa sostenido se revelaron poco a poco al compositor, un crescendo de imágenes: toda una vida de trabajo, una orquesta, un pianista maldito y la pequeña violinista principal. La coda de Imogene grabada en su partitura, una melodía triste y plañidera, dolente

.


Un auditorio ampliamente iluminado recibía los ecos en re menor de zapatos, seguidos por los zumbidos de asombro de los músicos, su hijo pródigo había vuelto. Una niña y un pianista: ojos grandes, dedos largos y voz dolce. Toda su ropa era negra y un hilo de complicidad parecía unirlos.

―Vine a hacer la audición para violín principal― Dijo la niña, con una indefinible determinación en la voz. Una mano abrazada a la del pianista, la otra alisando los pliegues del bruno vestido. Unos percusionistas divertidos, el metrónomo marcando el eterno ritmo de la música. Silencios de corchea en un tiempo de tres por cuatro. Las luces del teatro dándole una índole espectral a todos los rostros. Cuchicheos pasaron, igual que un terrorífico crescendo a través de toda la orquesta, todo seguido de las osadas risas de algunos flautistas.

La mano del pianista apartó a la de la chiquilla. Sus largos extrañamente sin la relajación típica de los tecladistas. El gabán negro dejando entrever una vieja camisa. El hombre hizo luego un gesto afectado, rapidissimo, brusco, casi falto de la sensibilidad de la gente cercana al arte.

―Ella está hablando en serio ―Su voz tenía la cualidad del viento que pasa entre los rascacielos. Etérea y poderosa, que absorbía toda la armonía hallada a su alrededor, creando una turbante atmósfera muda.

Un hombre viejo, con apenas unas manchas grises en el blanco cabello bajó del escenario con solemne paso de corchea y una cara de expresión ilegible. La batuta adherida a su mano, los ojos de todos los presentes fijándose en ella como si mantuviera una atracción magnética con cada uno de ellos. Hacia las escalas, hacia la ella.

Cuando el director llegó al pianista, la pequeña niña, hasta ahora inamovible, se sentó en el suelo, con boca sonriente y la mirada en la delgada vara. Entonces, el anciano la observó con amabilidad. El instrumentista con la cólera creciente, puso su cuerpo en una tensión rígida, parecía que pronto se rompería una de sus cuerdas.

―Ella está hablando en serio― Repitió las mismas palabras, pero con un tono de autoridad, resaltando así la aspereza de la voz. ―. Escúchela Richard


La orquesta le creyó demente. Más risas y murmullos pasaron desde la percusión hasta las cuerdas. El hombre presionó más su apretado puño, enguantadas manos evitado un desborde de ira. Con el mismo aire afable, el director rió en sol menor. La sabiduría de años entre las notas demostrada con cada leve gesto que su mano formaba subconscientemente con el bastoncillo.

―Hazlo entonces.

La niña le inspiraba ternura, no se dudaría de ello. Pero de ahí a esperar que sus débiles staccatos fueran suficientemente fortes para llenar el virtuoso puesto del arco principal había muchas escalas. Aun así, sabiendo quién era su hermano ― uno de los mejores pianistas en todo el mundo― tal vez existía la posibilidad de que lo sorprendiera. Sonrisas y atisbos de negro ¿Por qué ella también vestía siempre de ese color? Imitaba los pasos de su hermano mayor, posiblemente, estaba “de luto por el declive del mundo”, al igual que el pianista.

La joven violinista estaba en la misma posición de antes. Sus manitas aferradas al pantalón del pianista. El violín, religiosamente recostado en el peldaño, el arco oculto entre los pliegues de su vaporoso vestido. Sus grandes ojos, ahora en el joven hombre, esperando un consentimiento.

El pianista le alborotó el cabello y le dio en un pianissimo murmullo, el permiso. Imogene se levantó en adagio, no sin antes asegurar su instrumento musical, y se dirigió al escenario. Pasando de largo todas las miradas que le lanzaba la orquesta, alcanzó su sitio. Mas la increíble determinación que había tenido en un comienzo atravesaba por un descrescendo, como si alejarse de su hermano mayor la hiciese tímida y esquiva.

― ¿Qué va a tocar?

―No sé, pero dudo que sea algo complicado

―Vamos, él no la hubiese traído aquí ni no supiese lo que va a hacer.

Era el Carnaval de Venecia, una rapsodia de máscaras y disfraces en una ciudad llena de reflejos; los gondoleros tarareando canciones de amor, el canal mostrando un mundo oculto, casas imponentes hechas de plata. Paganini, el virtuoso de Génova, el violinista del diablo, diminuendos perfectos, posición horrenda, dedos pequeños y ágiles. Las notas llenaban la estancia con una rebosante gracia, una fiesta reflejada en los trinos, diez minutos de repeticiones junto al diablo. Una visión del Parnaso: Euterpe le sonríe de nuevo a la humanidad.

La orquesta nunca había aplaudido, sus instrumentos eran demasiado soberbios para eso, su director era demasiado amable para tener que auto-complacerse, pero cuando su mente viajó a la antigua montaña griega, todos supieron que esa pequeñita sería parte de ellos y que su futuro era inigualable al que cualquiera de ellos pudiese tener; al final, una sensación de vehemencia los obligó a hacerlo, a aclamar las maravillas de Dios en una niña pequeña.

Imogene sonrió, una de las tantas expresiones que ninguno de esos músicos olvidaría, y volvió al suelo; con el violín en su regazo disfrutaba del suave tacto de la madera barnizada y la tesura de las cuerdas. El pianista, demasiado concentrado pensando en teclas como para percatarse de la sorpresa de la orquesta, no entonó uno de sus típicos discursos sobre tener la razón.

Entonces, Richard, el director de la aclamada Orquesta Sinfónica de New Florence, supo que esa niña no podía estar ahí, era demasiado pequeña como para trabajar. La permanente sonrisa de su rostro cambió a una rigorosa seriedad. Aun cuando todos desearan la presencia de la niña, incluso él, no la podían dejar como violinista principal. Había pensado en permitirle ir a algunos ensayos hasta que tuviese suficiente edad para ser parte de la orquesta.

Pero cuando estaba a punto de dar su veredicto final a los expectantes ojos de la orquesta —el pianista y la niña parecían ajenos a todo lo que pasaba―, el joven tecladista lo interrumpió, en unos de sus tantos arrebatos de locura. Primero soltó una risa sarnosa, luego, rasco levemente sus dedos en son de la ansiedad, y, al final, el joven dijo en el tono furioso, característico de él:

―Nos vamos ya― la pequeña niña alisando de nuevo su vestido, el violín aun a su lado ―, Imogene tiene un compromiso importante esta tarde.

La chiquilla tomo el violín con una mano y el arco con la otra, se dirigió a paso calcando hacia el estuche de su instrumento, al lado del pianista. Sus cabellos rubios dando saltos a cada uno de sus staccatos pasos. El joven del piano, con una sonrisa en su rostro, la recibió con un gran abrazo, mientras le susurraba algo inaudible para cualquier oído de la curiosa orquesta.

― ¿Lo hice bien?

―Tu maestro estaría orgulloso de ti

―Pero no lo puede estar, porque está muerto.

Los músicos volvieron a practicar para la presentación de invierno. La niña y el pianista salieron con el mismo eco con el que entraron, tenían un funeral al que asistir. Era tan irónico: nadie pensó que el virtuoso Adrien, el maravilloso y amable maestro de la pequeña niña fuera a suicidarse; y menos con la cuerda de su propio contrabajo. Nadie pensó que una persona como él tuviese problemas. Pero de todas formas lo encontraron cubierto por una capa de hojas, ligeramente húmedo por las lluvias de octubre, en medio del bosque donde las ninfas cantan poemas de amor.

El día en que la orquesta conoció a Imogene, las hojas del otoño se deslizaban con vacuos giros alrededor del cielo, la muerte se apoderaba de la ciudad, igual que cada año, porque Proserpina volvería pronto a los infiernos.



***
Continuará...

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